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Valores de la Filosofia en el aula .

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Mensaje por Alexandra Varela Vie Nov 27, 2015 11:46 pm

Aprender a pensar y educar en valores

Para Matthew Lipman aprender a pensar es una necesidad y una exigencia en la educación y en la formación personal. Aprender a ser y aprender a pensar son dos tareas fundamentales que debe abordar la educación del presente siglo XXI. No es suficiente disponer de grandes volúmenes de información y de conocimiento científico como única y sola expresión de nuestra capacidad para dominar a la naturaleza y al mundo de los objetos y de las cosas.

Debemos aprender a saber cómo reconocer e interpretar lo que somos desde la subjetividad de nuestras conductas, opiniones, ideas y pensamientos, es decir, desde ese mundo interior en el que nosotros pensamos lo que somos y la persona en la que nos estamos convirtiendo, donde participan inevitablemente otras personas que forman parte del mundo y de nuestro mundo personal. El niño tiene que aprender de experiencias que lo pongan en contacto con el sentido de la vida desde la perspectiva en la que ellos sienten lo que es la vida de acuerdo a los “valores” que se les han enseñado y que se espera deban practicar con la mayor conciencia posible. Los valores de la familia, las tradiciones, la religión, la política, etc., son esferas de motivación y de percepción dentro de las que el razonamiento de los niños se gesta y con el tiempo madura.

Un espíritu auténticamente libre, creador y democrático, como el que supone Lipman debe serle sugerido a los niños, siempre estará disertando entre razones y valores, entre el mundo de la objetividad racional y el de la subjetividad sentimental. Es necesario conciliar ambas esferas de manera que el niño pueda avanzar y madurar psicológica e intelectualmente, dentro de un equilibrio que le permita resolver los problemas tomando en consideración la práctica y las creencias en los valores tanto suyos como de los otros.1 Por otra parte, no se pueden imponer unos valores sobre otros, de igual manera una cultura o costumbre sobre otra. Se quiere que la práctica de los valores sea una práctica compartida entre los niños y sus contextos ideológicos y culturales. Es la necesidad de buscar un punto de encuentro y de equilibro, siempre abierto al entendimiento.

Al respecto, nos dice Lipman que lo que ninguno percibe es que, en una sociedad democrática, comprometida con el pluralismo y la diversidad, ningún conjunto de valores se puede enseñar a costa de otro conjunto de valores sin atentar contra alguno de los derechos constitucionales. Por otra parte, la diversidad de fines que caracteriza a una sociedad pluralista puede apoyarse en una uniformidad de medios y es, precisamente, el acuerdo respecto a los procedimientos el que puede servir como contexto comúnmente aceptado por la educación en valores. Por ejemplo, sean cuales sean nuestras creencias religiosas o políticas, todos aceptamos el respeto a los procesos formales y a la soberanía de la Constitución, pues somos conscientes de que sin eso poco quedaría de la sociedad tal y como le entendemos.2

La sociedad está viviendo un tiempo de cambio y crisis y cada vez es más patente la urgencia de una reflexión profunda acerca de hacia dónde queremos ir y qué tipo de sociedad y de persona queremos ser ahora, ya que la incoherencia y la irracionalidad se está adueñando poco a poco de la escena social; esto genera un proceso de desintegración y de resurgimiento de actitudes y comportamientos muy negativos que desorientan a las nuevas generaciones de niños y de jóvenes.

Matthew Lipman ha expresado en sus libros que la educación en valores tiene entre sus objetivos capacitar a los estudiantes para reconocer lo que es valioso y pretende con eso mejorar el juicio. Presumiblemente una persona juiciosa es consciente de las alternativas de valor y es competente en el establecimiento de prioridades o en la relación entre las diversas alternativas que tenemos que evaluar y valorar a la hora de tomar decisiones.3

También debe recordarse que sin valores no existen ideales, y son éstos casi siempre, más allá del orden de la razón que le indica su sentido, los que favorecen las emociones y las sensaciones, las aspiraciones y los deseos, las utopías y las representaciones. En el niño, cuyas fantasías e ilusiones se viven como la experiencia de valor más inmediata, además de las creencias sobre los ideales del pensamiento en la medida que son los ideales los que proyectan a los niños hacia el futuro posible y esperanzador, también entran en juego las determinaciones del conocimiento y como éste orienta la realidad de las relaciones humanas. Se quiere decir entonces, que sin valores, sobre todo los referidos a la justicia y la honestidad, no es posible comunicarnos y participar en una comunidad de indagación de manera responsable.

No deja Lipman de considerar la importancia de educar en valores y su impacto en el individuo y en la misma sociedad. Nos dice que cuando se presta atención a los diferentes modos en los que se ha incorporado con éxito a la educación en valores, están las áreas de conocimiento existentes y los nuevos y prometedores planteamientos en este campo, resulta evidente que existen medios para llevar a acabo un programa objetivo y aplicable de educación en va1ores, uno sobre el que se pueda alcanzar un consenso de la comunidad, y otro que estimule el carácter moral y que promueva la educación de personas individuales razonables y reflexivas.4

La educación en valores tiene como finalidad ayudar a los estudiantes con el propósito de que sepan descubrir y discernir lo que es importante para ellos y esto conlleva elaborar personalmente un criterio justo de su valor intrínseco. De este modo se logra una persona sensata y prudente que es capaz de valorar en todo momento cada una de sus decisiones frente a situaciones que exigen toma de decisiones y que inevitablemente condicionan y reorientan los actos de la vida.


El objetivo no es –afirma Lipman– presentar a los estudiantes un conjunto de teorías éticas elaboradas entre las que hay que elegir una conforme a la cual vivir, sino más bien dotar a los estudiantes con los instrumentos de la reflexión dentro de un contexto de investigación de valores.5

Siempre “los valores están presentes en todos los campos de la experiencia humana”.6

Educar en valores es, en consecuencia, preparar a los niños para que sean ciudadanos de un sistema social donde sus participantes sean cada vez más sensibles a la justicia, a la igualdad, la equidad, las virtudes. Es decir, un niño preparado para actuar racionalmente de manera muy razonable y tolerante, persuasivo y critico, que sus opiniones siempre estén abiertas a la reflexión en conjunto como proceso de acuerdos que sean pacíficos y humanitarios. Es una concepción de la educación y del conocimiento, que tiende en todo momento a una ciudadanía más integral y consciente de los derechos humanos a la vida. El sentido de comunidad que priva entre los miembros de esta sociedad, los acerca necesariamente a una forma de relaciones sociales donde la condición subjetiva y la convivencia sensible, los define de una manera más solidaria y fraternal.

En ese sentido –reconoce Lipman–, la educación para la ciudadanía es algo más que preparar simplemente a los jóvenes para ser buenos en la toma de decisiones, porque deben aprender a vivir de forma que disminuya la probabilidad de que surjan crisis sociales y que sepan afrontarlas en el caso de que surjan. Semejante educación es preventiva respecto al crimen y la adicción y apuesta por una nueva generación de padres que pueden ser más eficaces en la transmisión de valores razonables y sanos a sus propios hijos.7 Lipman tiene mucha razón, ya que al ser humano desde muy niño se le inculcan los valores, para que aprendan a desempeñarse como individuos, capaces de demostrar lo que quieren ser e integrándose en la sociedad. Precisamente, esta actitud le permite a los individuos interactuar de manera más significativa y tolerante, cuando les toca disertar y analizar sobre problemas comunes o particulares, que pueden afectar el desarrollo de la sociedad de la que forman parte.

No hay campo de la experiencia humana en el que las personas se sientan ajenas o excluidas para participar. Se trata de incentivar a cada quien para que inicie un proceso de participación y de socialización que le permita compartir las experiencias, y llegar a descubrir el sentido de la realidad de acuerdo al sistema o formas de convivencia que han acordado compartir. Una sociedad que tienda cada vez más a una integración entre los seres humanos desde este punto de vista del otro y de la solidaridad, será, en consecuencia, una sociedad más abierta y libre, donde se aprenda a respetar los principales derechos de todos.

Por esta razón, la educación en valores no se puede restringir a cuestiones determinantemente particulares de la conducta personal, por muy decisiva que pueden ser esas cuestiones. Por el contrario, pretende orientar todo el ámbito de convivencia social y política, económica e institucional, en el que se realicen juicios sobre lo bueno o malo de una conducta grupal o colectiva, que incide efectivamente en el comportamiento social. Es necesario demostrar en todo momento que las experiencias que resultan de las prácticas de los valores humanos, a pesar de la crisis de descomposición social en la que vivimos, van a interferir positivamente en la formación integral que deben recibir los niños en su educación.

Matthew Lipman considera que si queremos ciudadanos adultos racionales respecto a los valores, de tal manera que puedan descubrir por sí mismos que aquellos poseen un valor genuino no es objeto de un deseo cualquiera, en todo caso trivial e inmaduro, sino que más bien es aquella cuya pretensión de ser algo de valor está apoyado por la reflexión y la investigación.8 Todo ello implica un tremendo esfuerzo educativo por parte de los maestros y de los propios niños y jóvenes. No se puede improvisar una educación en valores ni se puede suponer que sólo los valores conocidos en sí mismos, son capaces de actuar en la realidad. Se requiere de un ejercicio continuo en acciones, conductas, palabras, testimonios, ejemplos, donde los valores pueden ser vistos, observados, en su condición humana; es decir, frente al otro o los otros. Valores que efectivamente despierten la conciencia de que existen y que hay otros seres humanos que son nuestros prójimos y que merecen de nuestra atención y escucha. En la comunidad de indagación eso es una de las tareas más importantes a las que debe estar orientado el diálogo y nuestra comprensión del otro. Es un adiestramiento en donde los valores se practican a conciencia y demostrativamente: dependen de una realización personal para que ellos tengan sentido y valgan para los otros.

Al hablar de introducir a los niños en la investigación de valores, dice Lipman que hay que hacerlo desde la primera fase de su educación, es decir, en la etapa preescolar o inicial. De tal manera que podamos formar a lo largo de su crecimiento y aprendizaje, niños y jóvenes con criterio formal sólidos, capaces de saber distinguir y poseer en su personalidad valores genuinos, solidarios, respetados, juiciosos, razonables, reflexivos etc., desde una verdad que no se distorsione en el transcurso de sus vidas ni en las actividades y experiencia que se presenten, bien sea como entes profesionales o en un oficio definido.

De tal manera que durante toda la etapa de formación escolar que deben cumplir los niños, éstos logren alcanzar una experiencia personal que les permita tomar mejores decisiones y elecciones que contribuyan, cada vez más, a definir sus roles como persona, siendo capaces de organizar y poner en práctica su “mundo de ideas” en correspondencia y respeto con el de las otras personas, de un modo plural, interpretativo y crítico, de manera exitosa en sus actividades y tareas cotidianas que se propongan realizar. Así podrán ir gradualmente pasando de una identidad personal pobremente enriquecida en valores, a otra totalmente llena en valores éticos y morales, alcanzando un mejor desarrollo intelectual como individuo.

La familia y lo social en la construcción de valores

No es únicamente el aula quien forma al niño. Tampoco lo es por completo el maestro. Menos todavía la sociedad en abstracto. Todas esas esferas de la interacción humana forman parte de un mismo proceso que es la educación integral del individuo, y que al carecer de uno de esos espacios, la misma queda atrofiada o destruida. Lo es también y con cierto rango de principio, la familia. Es en ella donde el niño aprende inicialmente sus relaciones más básicas de intelección y de convivencias personales. A través de la familia entendida como la “primera escuela”, es que los niños logran sus principales desarrollos emotivos y cognitivos. Es en su seno donde el niño capta gran parte de lo que lo va a definirlo y a realizar, y que sin embargo no dejará de recibir las influencias exteriores a las que siempre estará expuesto.

A veces se crean antagonismo entre la familia y los otros espacios de la formación educativa. Entre unos valores y otros, entre lo que se cree de una manera o de otra. A pesar de las diferencias naturales de educar en la escuela y de educar en la familia, éstas no pueden ser entendidas como incompatibles. La escuela nunca puede convertirse en un enemigo de la familia ni viceversa. Se trata de conciliar ambos espacios y potenciar la presencia de los niños en ellos, para que desarrollen sus facultades. En tal sentido se aprende a valorar desde la familia unas conductas y tradiciones y desde la escuela otras, para luego asociarlas y complementarias. La escuela ayuda al niño en su aprendizaje a valorar desde el punto de vista de la importancia que tiene toda persona a ser considerada como ser humano. La familia en su relación íntima y privada considera a cada miembro de ella como un sujeto que es capaz de responder a los valores en común que se les ha transmitido.

Ambos espacios, son el correlato de una misma acción; es decir, enseñar a distinguir entre la diversidad de valores según es la diversidad de personas con las que nos relacionamos, y a respetar a cada quien según sus propios “valores”. A diferencia de la familia, en la escuela el tema de los valores y su reconocimiento pasa por una reflexión, como señala Lipman, muy completa y aguda investigación: nuestras valoraciones reflejan con frecuencia impulsos ciegos, gustos y preferencias poco reflexivas, burdos deseos, mientras que lo verdaderamente valioso, lo verdaderamente deseable, es aquello que se manifiesta después de una completa reflexión y una constante investigación.9 La familia es el ente formador principal en la educación de valores morales, religiosos, éticos, disciplinarios, que ayudarán al niño a construir su identidad como persona dentro de una sociedad con la capacidad y las herramientas necesarias para pensar por sí mismo y para llegar hacer individuos independientes y autónomos. Eugenio Echeverría nos comenta que el seno familiar es el espacio en donde el niño, desde que nace, se va formando a través de la interacción con los padres, las actitudes y valores que lo acompañarán durante el resto de su vida. Es por esto que es de fundamental importancia que los padres sepan qué tipo de persona es la que están formando y los posibles resultados de la implementación de unas prácticas de crianza a veces escogidas a partir de la reflexión y estudio, pero que la mayoría de las veces simplemente pueden estar llenas de improvisación a través del crecimiento del niño.10

El seno familiar es el lugar en donde el niño con la colaboración de sus padres forjará las actitudes y valores que le permitirán crecer en un permanente descubrimiento sobre lo que será o pudiera ser su vida. También lo ayudarán afrontar las consecuencias de sus decisiones e ideas escogidas. La actitud democrática dentro de la familia proporciona las oportunidades para que los niños tomen sus propias decisiones acerca de lo que puedan alcanzar sin poner en riesgo su seguridad.

La familia que piensa y decide por el niño en cuestión hace un daño irreparable al desarrollo de sus capacidades intelectuales, morales y de elección racional o afectiva. Se crea una persona dependiente, incapaz de pensar y reflexionar por sí mismo. El diálogo dentro del seno familiar es la mejor herramienta para educar al niño. La comunicación y el establecimiento de normas es la clave que requerimos para una mejor convivencia familiar y social.

Conforme el niño crece, los padres deberán hacer más énfasis en el cumplimiento de sus deberes y derechos a través de un diálogo razonado, de explicar el por qué y cómo de las cosas que puede hacer según su voluntad individual, de las que no le son permitidas, o las que debe hacer tomando en cuenta compromisos y responsabilidades con otros. Piensa Lipman, que en la medida que desarrollemos una experiencia de autonomía afectiva, en el niño se realiza un proceso de aceptación y asociación por medio de valores que mucho más fácilmente pone en práctica. Eso demuestra la capacidad que tiene el niño para comprender razones y para organizar su conducta de acuerdo a principios de obediencia, respeto, justicia, paz, en los que él también se siente reconocido y legitimado.

Es decir, darle la oportunidad de actuar con relativa independencia es prepararlo para su libertad existencial. Una vez que llegue a una etapa de entendimiento se le debe dejar en libertad para tomar sus propias decisiones a fin de que las pueda confrontar con el resultado de las mismas. Este proceso de autonomía del niño, construido reflexivamente por medio del diálogo en un ambiente de seguridad familiar y de intercambio escolar, lo ayudará notablemente a ir superando etapas afectivas, cognitivas y sensibles, que debe asumir desde referentes valorativos que le permitan reforzar y aumentar su autoestima y esa conciencia de identidad que lo irá a caracterizar por el resto de su vida. Esto no quiere decir, en modo alguno, que el niños se convierte en un “objeto” que resulta de las relaciones sociales de las personas adultas, con la idea de que el niño fije “valores y roles” en los que debe proyectar e introyectar un mundo de convivencias donde el suyo quede disminuido o reducido. Eso suele suceder con mucha frecuencia y es obvio que el niño termine reproduciendo “otro mundo” que no es ni se corresponde al de su naturaleza de niños. Se trata, sugiere la práctica pedagogía de Lipman, que al niño se le reconozca como un sujeto que piensa, como una persona que está en formación que requiere ser socializado por medio de valores auténticos que le permitan crecer con una conciencia de lo que es y con quienes está o convive. Y que de esa experiencia de su conciencia de situación entre otros seres humanos, él pueda con el tiempo irse integrando y asociando, sin dejar de portar su visión del mundo y sus percepciones de los valores. Todo esto lo ayudará a un mejor desarrollo de sus capacidades de compresión y de sus procesos reflexivos, pudiendo de este modo manejar mejor su “mundo de vida”, es decir, sus ideas y su comportamiento.

Por otra parte, explica Echeverría que entre los 10 y 16 años es cuando la persona va consolidando una identidad propia. El adolescente necesita tomar decisiones durante esta etapa que van a ser determinantes para el resto de su vida. Es aquí cuando tendrá que definir su vocación u ocupación, sus ideas acerca de política y religión y trabajar hacia la consolidación de una filosofía de la vida. También es en esta etapa cuando tiene que definir sus roles sexuales y encontrar el tipo de personas con las que se quiere relacionar fuera del ámbito familiar. El acompañamiento de adultos que son para él significativos y no la imposición de valores e ideas, es lo que va a ayudar a lograr de manera exitosa las tareas de desarrollo propias de esta etapa de la vida. Así podrá ir gradualmente pasando de una identidad cerrada a una más autónoma, para finalmente alcanzar una identidad lograda.11

La influencia que cumple la familia y la escuela, tiene una importancia en el desarrollo y crecimiento del niño que se puede apreciar con toda facilidad en la forma de expresar y comunicar sus ideas y pensamiento, decisiones, valores y responsabilidades, etc. Especialmente, es en la transición del niño al adolescente donde comienzan los cambios cognoscitivos en su desarrollo como individuo con ideas y pensamientos propios e independientes. La familia debe ser capaz de entender y ver estos cambios para aplicar las estrategias apropiadas, para manejar de forma armónica y equilibrada el desarrollo que experimentan sus hijos en el camino hacia su propia identidad como hombre o mujer.

Alexandra Varela
Invitado


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